Tuesday, October 09, 2007

Silencio

Juanca Condori despertó esa mañana, sintiendo que era una más de las muchas de su vida. Hasta ese preciso momento, poco sospechaba él que momentos más tarde se iba a convertir en una que no olvidaría jamás.
Desayunó como siempre su café con marraqueta acompañado de una generosa porción de queso, que su madre le había servido. Luego se alistó y salió a la calle a hacer unas diligencias personales antes de dirigirse a su trabajo, al promediar las tres de la tarde.
Poco después de haber aguardado a que le llegara el turno en una inmensa cola en un banco del centro de la ciudad, fue que le vino la primera impresión de que algo no iba bien del todo, cuando justo en el momento de aproximarse a la ventanilla, apenas podía percibir la voz de la fastidiada cajera que parecía gritarle, mientras él hacía esfuerzos por oírle, logrando a duras penas, finalizar la transacción.
La inquietud que le produjo el desagradable incidente, le dejó un amargo sabor en la boca del estómago, y solo entonces mientras recontaba el dinero del cambio y procedía a guardar la factura, fue que se inquietó aún más. Entonces notó que un silencio sepulcral lo rodeaba, y sin embargo, notó que las pantallas de televisión del lugar seguían encendidas. La gente parecía seguir hablando, aunque Juanca todavía se decía a si mismo, que los monitores podían estar en “mute” y la gente susurraba, para no perturbar a los demás.
Ya cuando salió a la calle, comenzó a entender recién la magnitud de lo que le estaba aconteciendo. Se había quedado sordo. Si, podía ver perfectamente cómo los autos, minibuses, microbuses y otros vehículos circulaban por las céntricas y congestionadas calles, pero él no podía oír absolutamente nada, cero absoluto, total ausencia de cualquier clase de ruido. Abrió la boca y profirió un grito de angustia… ¡Ahhh!, pero si bien su garganta parecía expeler el aire, él no pudo escuchar nada.
Buscó un lugar donde descansar un rato, cruzó al frente de la avenida y justo en el medio buscó una banca donde sentarse, para darse un respiro. Una vez allí se dedicó a contemplar todo lo que pasaba. “Es como ver la tele con el botón de MUTE encendido”, se dijo a si mismo. Y efectivamente, todas sus percepciones se limitaban ahora a la información que sus ojos, nariz y piel le podían brindar. Observaba por ejemplo a un perro chapi que una señora paseaba con una correa, el mismo que ladraba incesantemente, y Juanca adivinaba esto solo al ver el hocico del animal abriéndose a intervalos regulares. Pudo luego percibir el olor de salteñas y se dio cuenta que un carrito ambulante los vendía a escasos metros de donde él se hallaba sentado, y fue cuando también sintió la humedad de la banca, puesto que había llovida hacía unas horas, y al parecer, la banca aún continuaba húmeda.
Suspiró profundamente, en su mente profirió la palabra “mierda”, ya que para él ya no tenía sentido tratar de vocalizarla, si de todos modos no la podía oír. Luego se dirigió con paso cansino a la casa donde vivía. Una vez allí, a la madre le extrañó ver otra vez al hijo, a quien no esperaba ver si no hasta el día siguiente.
— ¡Hijo!, ¿Qué haces aquí?
— ¿?... ¡Mamá!, no te oigo, me he quedado sordo, no oigo nada.
— Ahuracito, habrá que llevarte al médico, a ver que tienes…
— ¡Que no te oigo mamá…
Después de eso la madre rompió en llanto amargo, al comprobar que efectivamente su hijo no le había podido oír. Lo ayudó a acomodarse en el sofá del living y le fue a preparar una mate, esperando con ello aliviar un poco la angustia de su hijo. Ya verían después de dónde sacar el dinero para pagar una consulta con algún especialista.
Una vez en el sofá Juanca abatido por todo lo que hasta el momento había experimentado, se dispuso a descansar, “y qué mejor que oyendo un poco de música”, y se dirigió al aparato de sonido al que le puso un disco, y esperó, como no oyera nada, se impacientó y le dio al botón de volumen y nada. La madre le gritó desde la cocina, preguntando porque le había dado todo el volumen al aparato. Sólo instantes después de eso, ambos se dieron cuenta de lo que había pasado. La madre volvió a llorar, y Juanca por fin se dio cuenta que de ahora en adelante la única música que iba a escuchar era la que su cerebro recordara. Asustado trató de repasar mentalmente las melodías que más le gustaban. Algunas como no, eran fáciles de recordar, pero luego comprobó con creciente horror, que las piezas más complejas ya eran difíciles de recordar y empezó también a darse cuenta, que sonidos antes tan familiares, como los ruidos y pitidos de su computadora, el ruidito de su máquina de afeitar, el trino de los pájaros, el sonido de los aviones al cruzar los cielos cercanos a su casa, el pitido de la caldera al hervir el agua, e igualmente un sinfín de sonidos se le iban a ir poco a poco de la memoria.
Aún había más, empezó a extrañar también los sonidos, que no había oído aún, pero que sabía que iban a venir, tales como, el primer llanto de un hijo, la primera palabra pronunciada por el infante, o la primera vez que el niño dijera: “¡Papá!” Igualmente las palabras “te amo”, le podrían ser comunicadas de cualquier otro modo, pero ya jamás las podría oír de la boca de la novia, o esposa. Recordó que ya a su madre no la pudo entender, y entonces fue cuando por fin se le aguaron los ojos.
Su madre pidió permiso por él a su trabajo, explicando la tragedia que le había acontecido. Y sólo entonces recordó cómo él no hace mucho tiempo atrás, hacía mofa y escarnio de un compañero de trabajo al que hostigaba precisamente por un problema de sordera, y se dio cuenta que alguna especie de justicia poética le había acontecido. También comprendió que se iba a enfrentar a intolerancia e incomprensión de la gran mayoría de la gente, de amigos que lo evitarían de ahora en adelante, (no porque su mal fuera contagioso), si no porque a la gente le fastidia tener que lidiar con las incapacidades de los demás.
Entonces decidió cortar por lo sano, esperó a que sea de noche, buscó una soga, y cuando ya era tarde salió con mucho cuidado de no hacer ruido, y pensaba que si lo hacía, todos se iban a dar cuenta menos él, por fin salió al patio, en la noche fría y estrellada, hizo un nudo colgó la soga en un poste que servía de soporte al tendedero de su madre. Luego, jaló con fuerza la soga para ver si lo aguantaba, y una vez hecho esto, procedió a subirse en un banco, acomodarse la soga por el cuello. Y volviendo a llorar al pensar en lo afligidos que iban a estar su madre y el resto de sus familiares, suspiró por última vez, procedió mentalmente a contar hasta tres, pateó el banco, empezó a notar la falta de oxígeno en su cerebro, mientras la cuerda le frotaba y raspaba el cuello. Comenzó a perder la conciencia.
Fue entonces cuando le despertó la voz de su madre:
— ¡Levántate de una vez!, el desayuno ya está servido y todavía tienes que ir a pagar el agua y la luz antes de ir a tu trabajo.






(Este es un cuento que lo escribí inspirado por la novela de José Saramago "Ensayo sobre la ceguera").






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